Los que nacieron después del MÍO, se perdieron lo bueno

Los que nacieron después del MÍO, se perdieron lo bueno


Viajar rápido, parado o sentado, por vías propias, sin pasar un billete y esperar la devuelta, con estaciones modernas y además con aire acondicionado y amplios ventanales en un bus de servicio público articulado al que le caben 180 personas, era algo impensable hasta hace unos pocos años.

Con la llegada del MIO, el antiguo chip de los caleños se tradujo en modernidad para aquellos que lo vieron nacer, pero le quitaron la posibilidad a los jóvenes de hoy en día de conocer la verdadera cultura popular, en la que se sufría pero se gozaba.

Para los viejitos, pagar el pasaje con una tarjeta de banda magnética era algo para chicanear, sobre todo si nunca se había tenido en la billetera una de crédito o débito. Aprender a manejar la tarjeta para que la leyera el sensor y se activara la registradora, fue para muchos un intensivo curso de informática. Y creerle al tablero que indicaba que la ruta llegará en 2 minutos, era un acto de fe.

El MIO incentivó la memoria de los caleños. Puso a los usuarios a manejar fichas nemotécnicas para aprenderse que es la P 21 y no la P 21 A la que va por la Simón Bolívar, porque la P 21 B se devuelve en Valle del Lili; mientras que la T 47 se mete por Capri y la T 47 A se desvía por la Autopista, para hacer transbordo sin pagar en La Luna donde llega la P 14 hasta el Único y no la P 14 A que entra al centro.

También incentivó la economía y el turismo, pues cualquier desprogramado puede hacer un tour por todo Cali pagando un solo pasaje. Muchos todavía se sienten que van a tomar un metro en Londres, New York o París con solo ingresar a una estación moderna, donde todavía algunas puertas se abren automáticamente y un torno registra la entrada y la salida con un sonoro ring ring. Si el usuario es un campesino que llega por primera vez a Cali y no tiene para movilizarse en taxi, el descreste del transbordo es bárbaro.  

Toda esa sumatoria de bondades hace que paulatinamente, y sin darnos cuenta, nos olvidemos del transporte de antaño. Gracias a unos pocos armatostres viejos que aún circulan, es que la memoria histórica del transporte caleño no ha desaparecido. Aunque, en honor a la verdad, muchos de nuestros adolescentes no conocieron y mucho menos alcanzaron a montarse en un Gris San Fernando o en un Villanueva Belén.

Y aunque muchos caleños piden a gritos que vuelvan a circular esos buses viejitos, no creo que eso suceda; pues sería retroceder en el tiempo por algo que se puede solucionar sacando a la calle más buses del MIO y aumentando las frecuencias, como en este momento se está haciendo con la frecuencia cardíaca de los que esperan la llegada del articulado.

No creo que un ciudadano sensato, y mucho menos daltónico, quiera volver a ver la revoltura de colores Rosado Crema, Rojo Granada, Blanco y Negro, Verde Plateada, Azul Isla, los verde con amarillo del Transporte Sin Subsidio (TSS) y los Dietéticos sin franja (con subsidio), los escaparates grandotes -conocidos como machacas- marca Ícaro que trajo la Coomoepal, los coche bala de la Alfonso López y las busetas ñatas, marca Avia de la Verde San Fernando.

Ni los mayores de 50 años quieren volver a experimentar la odisea de hacer detener el bus jalando una piola que accionaba el timbre y hacía prender un bombillito rojo ubicado justo al frente de la nariz del chofer.

No era conductor, ni motorista, mucho menos profesional del volante, era “el chofer”, aquel guache que cuando uno timbraba varias veces, gritaba: “pegate de éste”, “soltalo que eso no da leche”, “te lo vas a llevar pa’onde tu madre” y miles de barbaridades más, mientras frenaba en seco y arrancaba de una, sólo por ver en el espejo retrovisor, cómo la gente se tenía que aferrar del tubo y los asientos como si fueran micos, o ver aterrizar al despistado, que por estar mal parado lo mandaban de bruces a contar la sencilla.

Después llegó la moda del timbre polifónico, o sea, aquel que se accionaba espichando un suiche ubicado en la puerta de salida. Cuando alguien lo hacía sonar más de tres veces, el chofer tenía la potestad de silenciarlo con un botón instalado en el tablero. Hasta que el pasajero no golpeaba la capota con la mano, el bárbaro ese no paraba, pero lo hacía 10 cuadras más arriba, pues ellos no tenían paraderos obligados. Si estaba salido de la ropa, cerraba la puerta justo cuando el parroquiano se estaba bajando. O si no, arrancaba despacio mirando por el espejo, mientras una sonrisita burlona se dibujaba en su rostro.

Cuando se soltaba el aguacero los de la ventanilla tenían que mojarse, a no ser que tuvieran una descomunal fuerza para apretar con las dos manos los herrajes que había en ambos extremos del vidrio, para luego hacer fuerza hacia arriba y llevar la ventanilla al tope.

En los buses más modernos la ventanilla se resbalaba de atrás hacia adelante y viceversa, pero cuando se pegaba no había poder humano que la hiciera mover, a pesar que el vidrio estaba flojo. Y no faltaba el galán que quedaba en ridículo al querer abrirle la ventana a una chica, con tan mala suerte, que ni siquiera la movía. Y tampoco faltaba el pato que decía: “le falta cañaña, mijo”.   

Si algo era entretenido, era recorrer el bus de adelante a atrás y de un lado a otro, pegado del tubo, leyendo las calcomanías: “Si el niño es del motorista, no paga”. La de la chica embarazada, donde se leía: “la mandaron por canela y le dieron clavo”. “Si su hija sufre y llora, es por un chofer, señora”. “Si le cogió la tarde, madrugue más”. “La virginidad produce cáncer, vacúnese”. “Suegra, vaya con Dios que yo voy con su hija”. “Si se marea, pida una bolsa”. “Al salir, cuidado con los cachos”. Y miles de cosas más.

Otros recorrían el bus pero de puesto en puesto, leyendo las bestialidades que los pasajeros escribían en los espaldares de las sillas, o ver los corazones con las iniciales de los enamorados, atravesados por una flecha. Algunos cortaban con cuchillas el tapizado, sólo por la maldad de sacar el algodón.

Ni hablar del chofer boleta, aquel que tenía forrada toda la parte delantera del bus con una carpeta de lana amarilla tejida, a la que le colgaban una borlas rojas con verde. A la derecha, el escudo del América y a la izquierda, la estampa de la virgen del Carmen. Del espejo retrovisor colgaba el zapatico del bebé y un tenis del niño que ya estaba dando pasitos. Arriba, en la palanca de cambios, había un cucarrón petrificado, mientras que abajo estaba la cabeza de una muñeca a la que le alumbraban los ojos cada que el bus frenaba.

Era fácil adivinar que el bus venía del lavadero, pues un fuerte olor penetraba por la nariz y los poros, y había que hacer equilibrio para no resbalarse, pues el piso estaba inundado de ACPM, que hacía las veces de ambientador. Para disimular el olor a cobre que quedaba en las manos después de haber sobado y re-sobado el tubo, bastaba frotarlas en el ACPM.

Como cosa curiosa, la sencilla escaseaba. Había que llevar las monedas exactas para pagar el pasaje, o peligraba el cambio. “Ahora le doy la devuelta” -decían- pero a muchos se les olvidaba reclamarla o quedaban a metros de distancia del chofer para recordarle, pues ellos no se cansaban de gritar “córranse pa´tras que eso allá está flojito” y cuando menos pensaba, el pasajero ya estaba en la puerta de salida.

Los mendigos, los vendedores y los músicos, amenizaban el viaje con historias que entristecían. Estos son los únicos sobrevivientes que también llegan al MÍO. Los policías y los avivatos, se colaban por la puerta trasera. Y los que no sufrían de pena pasaban por debajo de la registradora, o hacían maromas para saltarla sin que ésta fuera a dar la vuelta, así quedaran atascados. La cosa no ha cambiado mucho.   

Cuando se acercaba un bus de la misma ruta, el chofer empezaba a dar “bomba”. La guerra del centavo tomaba fuerza y se llevaba los pasajeros el que mejor “bicicleteara”, o sea, el que sabía recortar camino. Y había campaneros que le advertían al chofer que lo llevaban a cinco minutos, para que salieran como locos con el acelerador al piso, a alcanzar a su compañero.

A diario se escuchaba: “Care cangrejo… quedate un poquito que Pate sapo me trae a retrovisor. Ojos de pelota me lleva a 10 y Rata seca me cambió de ruta. Vos no estás caído, dejame yo los jalo o les daño la vuelta”…    

En ese tiempo, viajar en los buses viejitos era un paseo, un disfrute de la cultura popular y un roce con la crema y nata del lumpen. Incómodos, pero entretenidos.

Pero todavía no han podido exterminar al vendedor de dulces y ‘chucherías’ que le agradece al conductor la oportunidad laboral que le dio al dejarlo subir, pues recién salió de la cárcel, está en rehabilitación o es desplazado. Al rapero que canta para no atracar. Al que muestra la fórmula médica recetada a principios de siglo. Ni al greñudo universitario que rasga una guitarra para pagarse el semestre.

Sin embargo, hoy en día viajar en el MIO es lo más aburridor del mundo. Cómodo pero aburridor. El chofer es una momia. Minuto a minuto es monitoreado desde la estación del SIUR. Un letrero encima de sus cabezas les recuerda a los pasajeros que es “prohibido hablar con el motorista”. Paran así no haya nadie para recoger.

El ruido de un pito anuncia que la puerta se va a abrir. El mismo ruido anuncia que se va a cerrar. Y una vieja, a través de una grabación, anuncia cada parada. Chatarrizaron la cultura del pueblo. ¡Qué cursilería!

La única manera de entretenerse ahora, es ver cómo las cuarentonas se hacen las pendejas para no ocupar las sillas azules, pues así vayan mamadas no se sientan, porque les da pena que las vean como viejitas de la tercera edad, o que en un momento dado brinque el sapo pidiendo que le den el puesto que ellas ocupan, a la viejita que acaba de guardar la tarjeta del MIO en el brasier.

Hacerse en la parte delantera del articulado, el padrón o el alimentador, da la oportunidad de gozarse los montañeros que ponen la tarjeta donde no es y empujan la registradora; de cobrarle los $2.700 a los que ya agotaron el crédito y necesitan viajar con la tarjeta de uno, o ver a más de un boquiabierto correr por toda la estación leyendo o preguntando qué ruta lo lleva para el norte.

¡Cómo extraño esa serpentina de colores que surcaba las calles de Cali bajo el nombre de Alameda, Papagayo, Blanco y Negro, Azul Plateada, Amarillo Crema, Gris San Fernando y otros más!

Se acabó el diálogo entre el chofer, el pasajero y el mamagallista: “Amigo, ¿pasa por el cementerio?, saludes a la calavera de su madre… ¿Cuánto vale el bus? Bájense todos que lo voy a comprar…

Ya no se ve la montañerita que viaja apretujada entre la puerta y el asiento del conductor. Aquella a la que en cada semáforo el guache le zampa un pico, la que saca la mano por detrás del cojín para recibir la plata y dar las vueltas, la que sintoniza el radio en los melomerengues y le sube todo el volumen cuando viene el chiste de doble sentido, la que le hace gastar gaseosa, papa rellena, agua de coco y chicles en cada vuelta y la que de manera generosa le da monedas a los controladores de ruta.  

Todo eso está a punto de perderse. Ya se ha esfumado el 80% de la cultura popular. Y lo más tenaz: son irremplazables.

Pero por más que modernicen la flota, por más que hagan capacitaciones, por más que les paguen el sueldo cumplidamente… chofer es chofer. Y a un chofer de los nuestros, así los contraten en la NASA para manejar un cohete, seguro que se bajan a miar en una nube.

Y esas cosas son las únicas que me mantiene vivas las esperanzas de que la cultura popular se mantenga, así sea por los laditos, así sea con los taxistas o con los encopetados ases del volante que andan pirateando en lujosos vehículos particulares, porque viven como ricos y aguantan como pobres.

William López Arango

 


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Fecha de publicación 02/02/2023
Última modificación 02/02/2023

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